Gárgolas insomnes

Mayo 27 de 2008

La vida en el color de la melancolía

(Tercera parte)

La Môme (2007), de Olivier Dahan, es heredera de una tradición que, durante cuatro décadas, ha dado al cine obras maestras como Isadora (1968), de Karel Reisz, o Julia (1977), de Fred Zinnemann, o Milena (1991), de Vera Belmont, por mencionar los tres ejemplos más representativos -para mi gusto- de un subgénero dramático que, sin ser propiamente biográfico, está inspirado en grandes mujeres de la vida real; películas extraordinarias en honor a sus respectivas musas y que también en el aspecto estético tienen mucho en común.

Olivier Dahan (París, 1967), que ha dirigido siete largometrajes, además de ser pintor, músico y director de video clips, se refiere a su propia cinta sobre la vida de Edith Piaf como "un gran lienzo", más que una biografía exhaustiva o un biopic al uso. Esta descripción general coincide con el hecho de que Julia, el mejor de sus precedentes, está basado en el libro Pentimento, de Lillian Hellman, que narra la amistad de la escritora con Julia, entre otros pasajes autobiográficos. La palabra pentimento, que originalmente significa arrepentimiento en italiano, es también el nombre de un fenómeno pictórico: al paso del tiempo, la superficie de algunos cuadros tiende a borrarse y entonces es posible percibir lo que su autor había pintado antes, es decir, debajo. Con esta metáfora de la memoria y el olvido comienza la película en cuyo guión colaboró su protagonista. Se trata pues de una visión subjetiva, la de Lillian Hellman (Jane Fonda) acerca de Julia (Vanessa Redgrave).

La vida en rosa, como fue titulada en español y es considerada también como un retrato impresionista, pinta personajes y pasajes que resumen con grandes pinceladas la existencia de quien fuera icono de la canción francesa. En su infancia, por ejemplo, nunca hubo una prostituta amorosa de nombre Titine que la adoptara prácticamente igual que a una hija, sino un montón de putas y madres putativas, representadas todas por este personaje ficticio, interpretado a su vez por Emmanuelle Seigner. Del mismo modo, en lugar de un desfile de amantes célebres, la película pone de relieve una historia de amor, la de Edith Piaf y Marcel Cerdan, romance que había inspirado otras dos películas, como ya documentamos. Y la estrecha amistad entre «la Piaf» y Marlene Dietrich se reduce a su primer encuentro, cuando la glamorosa actriz alemana felicita a su embelesada admiradora francesa en un restaurante de Nueva York (único momento de la cinta en el que escuchamos La vida en rosa, por cierto, cantada en inglés).

El trabajo de Olivier Dahan en la dirección y sobre todo en el guión hace grandes omisiones -algunas mencionadas- y ejemplifica también sucesos de fatídica trascendencia, específicamente las catástrofes automovilísticas. En agosto de 1951, por ejemplo, uno de esos accidentes le provocó a la cantante fracturas en una costilla y el brazo izquierdo. Viajaba con Charles Aznavour y conducía André Pousse, que falleció. Para evitar el dolor de «La Môme», le prescribieron morfina, lo que significó el comienzo de una prolongada y progresiva dependencia. En 1958 ocurrió otra catástrofe vehicular, esta vez en compañía de Georges Moustaki, a quien ella había encumbrado en el mundo de la canción y era entonces su amante. Moustaki la abandonó a raíz del percance, que además empeoró la raquítica salud de la también compositora y aumentó su adicción a la morfina. La cinta resume estos hechos con un solo accidente al lado del amante en turno, cuya identidad no está clara, más allá de ser gringo y de que la relación no atravesaba por un momento idílico.

Como en el caso de Milena Jesenska, encarnada por Valerie Kaprisky en el retrato de Vera Belmont, Edith Piaf tuvo que someterse a la reclusión clínica para curar su dependencia, que había llegado a doce inyecciones diarias. Esa es una gran similitud con la azarosa vida que inspiró dicha película, vida que la ignorancia misógina reduce a su escarceo con Franz Kafka (relación a su vez ampliamente conocida por la correspondencia del escritor, en la que se basan otras dos películas). En realidad, se trata de una mujer revolucionaria, como también lo fueron Isadora Duncan y Julia, interpretadas ambas por Vanessa Redgrave. Las similitudes con Isadora, otra diva de intensa y trágica existencia (la muerte de sus hijos, por ejemplo, y la suya, por supuesto) son insoslayables, aunque la mítica bailarina gozó de una salud física envidiable hasta sus últimos días y, en contrapartida paradójica, alcanzó niveles de demencia mayores que la enfermiza y débil, vulnerable y frágil, además compulsivamente autodestructiva, Edith Piaf.

Uno de los momentos más sobrecogedores de La vida en rosa es también el más patético. Cinco años después de que la cantante decidiera ingresar a un hospital para desintoxicarse y romper con su adicción, sale de una recámara en calidad de piltrafa, encorvada y calva, con las manos hechas dos ovillos de artritis sin movimiento. Luego de unos cuantos pasos, tembleques, lentos y lastimeros, sin apartar la vista del suelo, se detiene y pide a gritos una silla. Algunos de sus allegados la observan de pie, con pena. Ella está en camisón y pantuflas. "Se acabó", les dice. "No habrá Olympia", y todos guardan silencio.

Durante su tratamiento, la cantante había decidido que saldría del hospital para cantar en el Olympia de París, el salón de espectáculos de su preferencia, entonces en peligro de desaparecer por problemas financieros. Louis Barrier (sobriamente interpretado por Pascal Greggory) y Marguerite Monnot (Marie-Armelle Deguy, en un papel discreto), quizás los personajes de presencia más duradera en la vida profesional de «La Gorrión», habían hecho todo cuanto pudieron para que desistiera de su proyecto.

Una asistente le pide recibir a los autores de cierta canción compuesta especialmente para ella, y ella responde que sea rápido, "estoy fatigada". Charles Dumont y Michel Vaucaire se sientan al piano y cantan Non, je ne regrette rien (No, no me arrepiento de nada). La pieza inyecta ánimos a la deteriorada musa de los existencialistas franceses, quien de pronto decide estrenarla en el Olympia. ¡Siempre sí! Y aquí la película falla torpemente al caer en la sensiblería y luego tropezar en la continuidad, también con sorprendente torpeza. Del nudo en la garganta pasa uno a la mueca... Pero insisto en que es conveniente ver esta monumental obra de arte más de una vez, para asimilar sus luces y sombras con el equilibrio que las proyecta.

Afortunadamente, la película no termina con la muerte de Edith Piaf, que es obvia, sino con la apoteósica presentación en público de una canción tan significativa como la mencionada, y la exaltada expresión del rostro iconográfico en primer plano. Marion Cotillard es tan convincente que la voz de su personaje en play back parece salir realmente de su garganta, y el espíritu que encarna se asoma por sus inmensos, intensos y dulces ojos de color azul malva. Afortunadamente, como director de video clips, Olivier Dahan no cae en la tentación de producir uno más, pero tampoco deja de lado su evidente habilidad técnica para entreverar el canto de "mujer que se despide" con escenas preciosistas de su infancia en retrospectiva. Otro poema visual (la fotografía de Tetsuo Nagata es sórdida en unos casos, majestuosa en otros y espléndida en todos). La niña toma en sus manos una rana, símbolo del tiempo que dura una vida, por razones que explican las secuencias fragmentarias de la decrepitud vegetativa en la segunda mitad de la cinta...

Finalmente, decir que La vida en rosa es la obra cumbre del cine francés reciente no le hace ningún favor, pues si algo caracteriza a este cine es su pésima factura en general (con excepciones como la de Jean-Pierre Jeunet, que no es capaz de crear más que maravillas), pero esta película en particular compite con lo mejor del mundo, al menos en su género. No alcanza la perfección de Julia, que es insuperable, pero la actuación de Marion Cotillard supera la de Vanessa Redgrave en los casos señalados, la de Jane Fonda, la de Valerie Kaprisky y la de cualquiera en el papel de una gran mujer de la vida real, como grande fue «La Pequeña Gorrión». ¡Edith Piaf ha muerto! ¡Viva Marion Cotillard!

[] Iván Rincón 7:42 PM

Mayo 18 de 2008

La vida en el color de la melancolía

(Segunda parte)

El nombre original de La vida en rosa (2007), de Olivier Dahan, es La Môme, que identifica en francés a Edith Piaf, pero nada más en francés. De ahí que, en vez de su traducción, el título en otros idiomas sea más bien homónimo de la célebre canción compuesta por la célebre cantante francesa (con música de Louiguy y Marguerite Monnot), aunque su vida no haya sido precisamente rosa.

Por lo demás, esta película forma parte de una especie de cine que, inspirado en algún personaje extraordinario (generalmente mujer) de la vida real, es también extraordinario, aunque no del todo biográfico. De hecho, en este caso, llama tanto la atención por lo que revela de una existencia fuera de serie como por sus notables omisiones. Aquí no vemos, por ejemplo, el nacimiento de Edith Giovanna Gassion bajo un farol a la puerta de una casa en París, quizá porque se trata de una leyenda y podría no ser verdad. Tampoco vemos el capítulo de la Segunda Guerra Mundial, que fue trascendental en la vida de la cantante; la cinta lo omite de plano sin explicación obvia.

Y de todos los romances que tuvo esta mujer con otras celebridades (Marlon Brando, Yves Montand, Charles Aznavour, Georges Moustaki, Raymond Asso, Paul Meurisse, Theo Sarapo...), la cinta pone de particular relieve la relación con Marcel Cerdan, boxeador francés de origen argelino que rara vez perdió una pelea y al que apodaban «El Bombardero Marroquí».

Los futuros amantes se conocen durante una gira de Edith por Nueva York en 1948, año en que Marcel ganará el campeonato mundial de peso medio. Aunque ambos temían a los vuelos en avión, estando él en París, ella lo convence de viajar por aire para reunirse cuanto antes en Nueva York, pero el avión cae en las Azores el 28 de octubre de 1949 y el boxeador muere junto con el violinista Ginette Neveu, amigo de la cantante, quien también cae, abatida por el dolor, y recurre a las drogas para paliarlo. En 1950, durante una temporada en el Salle Pleyel, canta en memoria de su amado Hymne à l'amour, tema propio con música de Marguerite Monnot, que tiene un gran éxito.

El trágico romance inspira la película Edith et Marcel (1983), de Claude Lelouch. Y la canción Hymne à l'amour es la base de la cinta Toutes ces belles promesses (2003), de Jean-Paul Civeyrac.

En la obra maestra de Olivier Dahan (que tiene un pequeño papel, casi de extra, como acordeonista callejero), la historia de amor culmina con la secuencia de una sola toma que ya comentamos, y el mejor momento de la relación ocurre después de la pelea por el campeonato, cuando los amantes salen del elevador, y el pasillo del hotel está alfombrado con rosas rojas, regalo que ella hace al campeón y que habría resultado una cursilería de no ser por el singular encanto de Marion Cotillard personificando a la diva enamorada con un gesto de niña traviesa. También Jean-Pierre Martins en el papel de Cerdan es un tipo encantador, pero está bastante lejos de parecer un gran boxeador en el cuadrilátero (además de tener el abdomen fláccido y pelear contra un enclenque por el "peso medio").

Aunque Cotillard es más atractiva y menos menuda que «La Gorrión», aquí se revela como una actriz/cantante/imitadora excepcional, que lo mismo grita, llora desconsolada, ríe a carcajadas y sonríe cándidamente, canta en la calle a capella o con orquesta en el teatro, se derrumba en el escenario, sube las escaleras corriendo con energía juvenil, camina con decrépita dificultad, encoje los hombros, frunce los labios, la nariz, el seño, laboriosamente maquillada para cada etapa de la vida que interpreta (cuanto más avanzada es la edad del personaje, menos cabello tiene y más delgadas y dibujadas son sus cejas), desde la adolescencia que no es tal, hasta la ancianidad anticipada.

Brillante paradoja: encarnar a una mujer tan diminuta y frágil como Edith Piaf, además inexpresiva corporalmente, requería de alguien con un amplio bagaje de actitudes corporales y gesticulares, por no mencionar su potente garganta ("buen pulmón"), y el resultado fue, como todos pueden ver, la grandiosa representación de un monstruo físicamente insignificante, homenaje que merece un tributo...

Para cantar en play back de modo que pareciera emitir realmente su propia voz, estudió la técnica y el estilo de Edith Piaf con un profesor de canto, además de ensayar a solas frente al espejo de su casa durante los tres meses disponibles. En las actuaciones callejeras y la secuencia de la taberna, cuando se emborracha con su padre indigente y canta del carajo (secuencia que fue agregada al final del rodaje, como el episodio en que muere su hija, por lo que puede uno inferir), se escucha la voz de Cotillard. Y sus gestos infantiles de poderosa y emotiva perfección motivaron a su vez acercamientos posteriores (post-producción) en momentos como los del pánico escénico antes de la primera presentación en el Music Hall... Es tan asombrosa la transformación de Cotillard que uno difícilmente la reconoce al verla en su propio papel. No es gratuito que la deslumbrante actriz haya requerido también de un esfuerzo posterior para liberarse de la personalidad que poseyó y la poseyó.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 10:15 PM

¡Papá Leplée! ¡Papá Leplée!

Mayo 13 de 2008

La vida en el color de la melancolía

(Primera parte)

Cuando uno vuelve a ver películas cercanas a la perfección, descubre sus defectos, encuentra nuevas imperfecciones, inclusive fallas o errores de continuidad. La vida en rosa (2007), de Olivier Dahan, es el tipo de cine que podemos ver más de una vez, quizá infinidad de veces, hasta reconciliarnos con su pequeña defectuosidad al reconocer su grandeza y sentir que es perfecto.

El mayor mérito en este caso es la actuación de Marion Cotillard en el papel de Edith Piaf, una mujer de estados de ánimo tan contrastantes como el aspecto físico, por su deterioro prematuro. Si la cantante fue realmente como está representada aquí, se trata entonces de un personaje entrañable, imprescindible. No podía faltar una gran obra cinematográfica dedicada a su intensa y desastrosa vida.

Y vaya que fue una existencia biografiable la suya. Abandonada por la madre, cantante ambulante de origen italo-argelino, y descuidada por la abuela materna, una anciana alcohólica, la pequeña Edith es llevada por el padre a la casa de citas que regentea la abuela paterna en Normandía. Aceptada por la madrota y adoptada por una de las putas, que también canta, la niña padece de una inflamación de córnea (queratonitis) que la deja temporalmente ciega. El padre regresa de la Primera Guerra Mundial y se la lleva a vivir en un circo y después a la calle, donde se gana la vida como saltimbanqui, hasta que sus acrobacias llaman menos la atención que la privilegiada voz de la niña.

La elección de Pauline Burlet para encarnar a la futura diva con un aire solitario y melancólico y una vibrante voz a los diez años de edad, es otro gran acierto, luego de que Manon Chevallier personifica a la niña de cinco años, chimuela, enfermiza y adorable.

Ya adulta, Edith es explotada por un proxeneta, pero se niega a prostituirse, y vive de cantar en la calle al lado de su fiel amiga/hermana Mômone (Sylvie Testud), hasta que es descubierta por el empresario de la farándula Louis Leplée (Gérard Depardieu). Entonces ocurre la presentación en sociedad, antes del difícil salto a los grandes escenarios. Es Leplée quien decide que la talentosa cantante ("un diamante en bruto") deberá llamarse en adelante «La Môme Piaf» (La Pequeña Gorrión), nombre que a ella le parece "demasiado cursi"; tiene veinte años de edad, pero su cuerpo menudísimo y algunas actitudes la hacen parecer una niña; durante su primera actuación, por ejemplo, en Gerny's, el cabaret de Leplée, canta escondiendo los brazos en la espalda para disimular que a su blusa le falta una manga. Ella a su vez llama Papá Leplée al hombre que será asesinado en su domicilio unos días después, hecho que pone al descubierto sus vínculos con la mafia y propicia el linchamiento de la joven artista, gracias a la prensa amarillista y la arbitrariedad policiaca. La "justicia", además, separa a las amigas/hermanas cuando Mômone -que literalmente nunca suelta la botella- es llevada por la fuerza a una "casa hogar para mujeres".

Un tercer tutor, el compositor Raymond Asso (Marc Barbé), salva a la cantante del desamparo y del estigma y le impone una dura formación artística para lanzarla a la cima de su carrera, una vez que aprenda a articular las palabras, las entienda y deje de arrastrarlas, atienda sus actitudes corporales, especialmente sus manos -hermosas pero inexpresivas- y aprenda también a vestir. Raymond fue amante y maestro de Edith Piaf en la vida real, pero en la película esta relación no pasa de las lecciones y miradas intensas de amor inconfesado y deseo, miedo a veces y acaso agradecimiento. Como en muchos otros casos de personajes importantes para Edith Piaf, es Leplée quien los presenta. "Es usted una gran cantante", le dice Raymond. "Será porque uso tacones altos", responde ella, que no alcanza ni siquiera un metro y medio de estatura y desborda ingenio, gracia y desparpajo en la embriaguez, o sea, casi siempre.

En la película, es un flechazo inmediato el que ocurre entre ellos, amor a primera vista, pero que nunca se consuma, solo se proyecta, pues él asume un papel de padre y patrón inflexible y autoritario con actitudes de hombre guapo un poco odiosas por exageradas. La relación entra en crisis y aparece de nuevo en escena el padre (irreconocible, de barba que lo asemeja más bien a un guerrillero salido de la Sierra Maestra), lumpenizado y hundido en el abismo del alcohol. Resulta entonces entendible que, al seguir dando su dinero al proxeneta, el cual reaparece también en esta secuencia, Edith se guarde una parte "para mi padre, que está enfermo" (de borrachera perpetua, que habría sido una tradición familiar, de no ser porque la cantante cayó en la adicción a la morfina, y su única hija murió de meningitis a los dos años de edad).

Jean-Paul Rouve desempeña un papel aceptable como el padre acróbata de origen normando, Louis Gassion, pero es evidente que requirió de un doble al hacer de contorsionista y equilibrista en plena calle, episodio en el que, según esta versión, nace la cantante a los diez años de edad, interpretando La Marsellesa a capella.

Tras la ruptura con el circo, la mirada anhelante de Edith se estacía, bajo la lluvia, en una hermosa muñeca oriental cuando alguien baja la cortina del escaparate. Más adelante, hacia el final de la película, en su última noche con vida, ella confunde aquel deseo no cumplido con un recuerdo infantil que sintetiza el tono melancólico y el sentido estético de la dirección en general y particularmente la fotografía. En una sutil aproximación a la mirada subjetiva, Edith come sentada a la mesa de una taberna, cuando entra el padre protegiendo algo bajo el saco; es la muñeca oriental, que ofrece a la niña. El falso recuerdo alterna con la agonía delirante de la mujer, quien exclama con voz doliente: "Mi fantasmita". De no ser por el exceso de maquillaje en la frente de Marion Cotillard para dar la impresión de ancianidad, podría decirse que esta doble secuencia es uno de los momentos más poéticos y profundamente melancólicos del cine reciente, acaso comparable con ciertas sutilezas del cine oriental. En su delirio, la cantante asocia aquella escena infantil con Marcelle, su hija muerta, en un episodio del que aparecen imágenes... En la vida real, Edith tenía 19 años de edad al morir su hija, y Cotillard tiene 32, asimetría cronológica que no pasa desapercibida.

Al parecer, faltó una cuarta actriz que encarnara al personaje en su adolescencia, cuando comienza a andar por las calles y la vida con Mômone a los quince años, una vez que su padre cae derribado por el alcohol y la indigencia y ella vive de cantar La Marsellesa porque no se sabe otra, cuando se embaraza a los 16 y da a luz a los 17, cuando pierde a su hija... En fin. Como los gringos refritean siempre los éxitos franceses, es posible que incluyan estos pasajes en una versión deplorable.

Salvo por algunas tomas con la cámara en movimiento (el momento en que el padre se lleva a la niña del prostíbulo y el drama se torna histérico), la película se apega genéricamente al estilo tradicional y hace uno que otro guiño al clásico cine musical, pero contiene grandes audacias técnicas; una de ellas es la presentación de la cantante en el Music Hall ("¡La Môme ha muerto! ¡Viva Edith Piaf!", reza el encabezado de un diario), una vez superado el pánico escénico. Este es, además, el momento estelar de Christopher Gunning como autor de la banda sonora, pues la nueva estrella interpreta su repertorio sin que se escuche una sola pieza. Todo es interacción entre el público y ella, mientras el fondo musical tiene un papel protagónico. El resultado es demasiado histriónico para mi gusto, pues Cotillard parece ligeramente sobreactuada ante un público representado por extras, no por actores... Pero está bien. El momento se salva gracias a la fotografía, paradójicamente (así como a la simpatía que despierta esta cinta desde el primer fotograma).

Otra gran audacia -de mayor complejidad técnica y mejores resultados escénicos y dramáticos- es la secuencia de una sola toma en que Edith Piaf imagina el regreso de su amado (un boxeador con sonrisa de niño, algo obeso para ser campeón mundial) y le informan que ha muerto al caer el avión en que viajaba; una toma larguísima que, además de ser alarde de virtuosismo, pone a prueba la capacidad y calidad actoral de Cotillard, y culmina, luego de recorrer los pasillos una y otra vez entre una y otra habitación, en alucinante escena de cara al público de un teatro. Esta es una de las secuencias más desgarradoras del estado de ánimo y técnicamente mejor logradas de toda la película, una vez que la cámara nos prepara visualmente con tomas editadas que hacen el mismo recorrido.

La narración no es lineal; salta de una época a otra en la vida de Edith Piaf, entre los derrumbes de su cuerpo en ruinas sobre el escenario y la infancia miserable, las penurias de la adolescencia y sus soledades (en rigor, nunca vemos su adolescencia), la edad adulta marcada por las adicciones, los accidentes, la tragedia, desde la deprimente intemperie de París hasta la ambivalencia del éxito en Nueva York, y de ahí a la decadencia, la enfermedad, el deterioro inaudito y la pelea por recuperar los ánimos y las fuerzas...

(Continuará...)

[] Iván Rincón 11:31 PM

¡Titine! ¡Es mi hija!

Abril 30 de 2008

Enanismo magno

Lo padece este planeta que no es nuestro, este mundo que no es nuestro, este país que tampoco es nuestro. Cuanto mayor es el poder, más enano resulta quien lo tiene, lo detenta, lo ejerce. Decía Mao que vemos grandes a los tiranos porque estamos de rodillas ante ellos. Eso es un lugar común, al que yo agregaría: el tamaño del tirano es inversamente proporcional al de su tiranía; el tamaño humano, político, ético, moral... Ejemplos abundan y hasta sobran, desde Calígula o Nerón hasta Bush el pequeño (sobran), desde los dueños de la empresa privada que llamamos México hasta la plaga infrahumana que infesta el edificio donde vivo. Un poder tan grande como el de George Wácala Bush no podía menos que acabar de enloquecer a un ser microbiótico y demente de por sí. Como su émulo de tercer mundo, Felipe el espurio hace perfectamente el papel de enano por antonomasia. La ciudad más grande y contaminada del mundo está secuestrada por una turba de enanos erigidos en columna bertebrard de parapléjico jorobado. En proporción inversa al tamaño de esta ciudad, la mafia que ocasiona el infinito caos en que vivimos es infinitesimal. Cuanto más diminuto es alguien, más grandes son sus estupideces. La onda Ebrard (que las obras afecten a la mayor cantidad posible de gente) es el colmo de la irracionalidad, el ejercicio del poder llevado al extremo de la imbecilidad, la estulticia demencial; es la magnificencia del enanismo, porque además del desquiciamiento urbano, además de los trastornos causados cotidianamente hasta nuestra máxima capacidad de tolerancia, hemos padecido la máxima capacidad de autoengaño en ellos, nuestros captores, una megalomanía similar a la de Hitler en su bunker ante la inminencia de la contundente derrota; así es la onda Ebrard ante la evidencia del rotundo fracaso: ebriedad de autoelogio y autocomplacencia, espejo metafórico del rey con un traje que solamente él podía ver, ebrierard o el síndrome de Foxilandia a escala defeña y en amarillo.

La misma vocación de irrealidad vemos en casos que solo varían de tamaño y, por lo demás, son idénticos. El secuestro del país, de la ciudad, de la Cineteca Nacional... Los enanos que despedazaron el piso histórico de la Cineteca Nacional, de losetas con nombres de personalidades entre quienes, obviamente, no figuraba ningún Leonardo García Tsao, no son menos brutos y destructivos que los bándalos al servicio del chacal Ulises Ruiz, quienes incendiaron edificios públicos con un valor histórico para tener de qué culpar a la APPO (cabeza que no piensa, embiste). La estatura de los enanos que proyectan las películas en la Cineteca Nacional con la sensibilidad de un burro en una cristalería es inversamente proporcional a la estatura de quienes realizaron esas películas. El sindicato criminal de enanos inamovibles de los cuartos de proyección es una mafia insignificante y miserable que nunca ha visto una película en condiciones dignas porque sabe tanto de cine como de dignidad. Su noción de la Cineteca Nacional es la misma que tienen las cucarachas del edificio que infestan.

El enanismo magno autosabotea todo proyecto que rebase la capacidad mental de un microcéfalo para concebirlo, entenderlo o, por lo menos, verlo desde lejos (una cucaracha tendría que alejarse demasiado de un edificio para verlo y, en vez de eso, llevaría su ignorancia a otra coladera), como hizo la horda advenediza de Filosofía y Letras de la UNAM con el Frente Zapatista de Liberación Nacional, o como hicieron los patrones de Cafetlán y como pretenden hacer ahora sus "trabajadores", grupúsculo encabezado por una enana que, después de fracasar estrepitosamente como directora en la Casa de la Cultura del Centro Histórico, acabó de mesera con harta "degnidad"; este enanísimo personaje, que tiene dos nombres, dos edades y dos caras, según convenga, se dice ahora estudiante de la UNAM y pide aportaciones de diez mil pesos para su propio Cafetlán; tampoco estuvo a la altura de un auténtico foro de discusión en internet (cosa que no existe más que en mi imaginación). La diferencia entre lo que yo concebía como un foro de discusión en internet y la realidad es la misma que hay entre un edificio y un nido de cucarachas.

El enanismo magno, en el caso de la peste que infesta el edificio donde vivo, asume su "administración" como coto de poder minúsculo para gente diminuta que cree crecer al tenerlo, ejercerlo, detentarlo; por lo menos le sirve como terapia de "superación personal". El enano se sube a un ladrillo y se marea, se emborracha. Ebrio de poder, no hace más que cometer estupideces y hasta delitos, con la misma impunidad que Ebrard y su pandilla o Felipe el espurio y su ejército de violadores y torturadores. El enano se inviste de una autoridad que nadie más puede ver (por eso se llama poder), como el traje invisible del rey, como la "degnidad" de los "trabajadores" de Cafetlán, ahora vividores de la solidaridad envilecida, prostituida al más puro estilo salinista, como la "modernización" de la Cineteca Nacional, que terminará copiando en DVD todo el cine de carrete y después quemándolo, como la onda Ebrard, también llamada ebrierard, que excluye toda posibilidad de planeación básica, elemental, de proyección lógica y mínimamente inteligente, racional, o como el laboratorio de tiranosaurio rex en Oaxaca, donde el estado de excepción quiere ser la regla general en el país con Fecal uniformado cuando exista ropa militar de su talla (la de sus hijos le queda grande).

Los que se sienten aludidos cuando uno dibuja miniaturas caben en una botella de cerveza o una cajetilla de cigarros, y desde allí, desde muy adentro, desde el fondo de la descomposición humana, aturdidos y embrutecidos por el poder que los desborda, alucinan que gobiernan un planeta en el que todos los demás de su especie le conceden la razón a la demencia y prenden el televisor o una veladora. La televisión, la religión y el futbol son el opio y el circo de los enanos en masa. Eso es el enanismo magno.

[] Iván Rincón on:of

Abril 17 de 2008

Por razones familiares, crecí escuchando a Los Hermanos Rincón, a Cri Cri, a María Elena Walsh en su faceta infantil... hasta que me rebelé y cambié todas esas niñerías por el Rock & Roll mexicano en su época de influencia gringa más acendrada. Cuando mi papá entendió cuan inútil era pretender que su música me interesara, probó pedirme una idea para hacer su propio rock; entonces le propuse y me puse a cantar: "¡Este era un changuito que bailaba el rock! ¡No era muy bonito, pero era el mejor!"

Aquello tiene el precedente de una pequeña canción que compuse a los cinco años de edad. Además del estribillo, tenía tres versos, uno para cada color del semáforo, pero esa se las canto cuando nos veamos, para que pueda golpearl@s si se burlan... bromas aparte, lo que pasa es que la música es mejor que la letra.

Después opté por descomponer canciones: "Gracias a la vida / que me ha dado lo máximo / me dio tres canicas / y una bolsa de plástico / unos chuchulucos / y unos cacahuates / para compartir / con todos los cuates". Años más tarde, José Luis Perales estaría de moda con su canción ¿Y cómo es él?, que también tendría su parodia, pero esa era tan asquerosamente obscena que mejor se las dejo en la imaginación.

Hasta ahora que escribo sobre mi relación con la música, recuerdo que acompañé a mi papá con la redova en la peña El Cóndor Pasa (San Ángel) y, seguramente por algún cachondeo típico de mi papá, yo estudiaría percusiones para tocar la batería con Los Hermanos Rincón o mi propio grupo de rock. Puras ocurrencias chaqueteras que nadie se tragó, salvo el tío César, que siempre tuvo una noción muy otra de la gente y especialmente la familia, el mundo y especialmente su mundo...

El caso es que crecí (no mucho, pero crecí) y un día me puse a escribir la letra de una canción para niños. Decía: "Yo conozco un gato / con cara de perro / que después de un rato / parece becerro / con cuello de pato / y en él un cencerro". Entonces le pedí a mi padre que le pusiera música, pero en vez de música, le agregó: "Y es el burro flaco / que bajó del cerro", por lo que decidí nunca jamás volver a escribir letras de canciones infantiles y mucho menos pedirle a mi papá la música.

Eso también tiene un precedente. A principios de los ochenta, Valentín me propuso crear un movimiento musical entre irreverente y subversivo, y poner a bailar en calzones o con los pantalones rotos a unas chavas piernudas y salvajes... Puro cachondeo, para variar. Pero al escuchar algunas rolas de Jaime López, sobre todo esa especie de rap cacofónico tan original entonces y tan característico de su estilo, supuse que podría tratarse del paradigma que mi papá balbucía y confundía con sus propias calenturas. Así que escribí algunas letras rítmicas, también cacofónicas. Por ejemplo: "Soy burgués / muy burgués / del derecho y del revés / porque me viene de casta / Soy burgués / tan burgués / que hago todo con los pies / pues la mano se me gasta". Y algo que, a petición de Valentín, sería como Los americanos, de Alberto Cortez, por el tono irónico. El resultado fue Las damas de sociedad, efectivamente influida por Cortez, pero más por el sarcasmo social de Nacha Guevara.

Cuando la letra de Las Damas... tuvo música por fin, después de mucho anunciarla, mi papá empuñó la guitarra y se dispuso a cantar, pero antes empezó un pleito interminable con su otro hijo y, siempre que había oportunidad de tocar aquella canción, se peleaba con ese personaje. Así pasaron años y lustros, quizás décadas, sin que yo conociera la música de: "Las damas de sociedad / toman café con galletas / recordando a los poetas / de su antigua pubertad".

Hace relativamente poco, dos mujeres que, en su momento, cantaron con Los Hermanos Rincón, le propusieron a Valentín grabar sus canciones para adultos. En la recopilación, resultó que la música de Las damas... se había perdido, así que mi papá volvió a componerla y me dio una versión desafinada y sucia, como para que yo imaginara una música que, en realidad, no existía; tan mal hecho todo que para mí es como si aquella letra no tuviera música todavía.

Al parecer, es un sino maldito, porque también el otro hijo de mi padre salió una vez con que le había puesto música a uno de mis "poemas" (uno que rima el nombre de Melisa con su risa), y en la grabación se escuchaban unas carcajadas reverberantes, como de manicomio, entre puro ruido, como de pesadilla defeña o, peor aún, acapulqueña... Una marihuanada, pues.

Lo que sí funcionó, incluso en términos financieros, fue un trabajo que hicimos para que se difundiera en los mercados sobre ruedas con el tema de las propiedades alimenticias, entre otras cosas, de las leguminosas; canciones que no he escuchado en dos décadas o más y espero no hacerlo nunca jamás, porque se me caería la cara de vergüenza y la máscara que tengo debajo.

Antes o después de aquella experiencia, intenté escribir una letra parecida a De cartón piedra, de Serrat. Se llamaba Hombre de papel y, como soñar no cuesta nada, pretendía que la música fuera del mismísimo Nano... ¡Juar, juar, juar!

En fin. Esa ha sido mi carrera de compositor. Menos obras que sobras. Más tentativas que crímenes imperfectos, pero consumados. Por eso mejor me dedico a la crítica de todo lo existente.

[] Iván Rincón 8:46 AM

Abril 15 de 2008

Este es el perfil que escribí para hi5, red a la que me sumé invitado por Nayeli Nesme. Perfil. Así llaman ahora a la exposición de filias y fobias personales, la aproximación autobiográfica, así no pase del anecdotario. Por su extensión, en este caso, más que un ejercicio de memoria, parece un desahogo de obsesividad ególatra, escrito con impulso acumulado y compulsión patológica, y que lo hubiera escrito para este blog por ser un lugar más propicio que hi5, donde se requiere de una capacidad de síntesis que nunca he tenido ni tendré jamás. Lo repito aquí porque en hi5 voy a reducirlo a su mínima expresión, a saber cómo, una vez corregido y aumentado hasta decir basta, por favor, ¡ya no, ya no!

Música favorita

Soy un admirador fanático de Joan Manuel Serrat. Cantares llegó a ser lo máximo para mi gusto durante mucho tiempo. Su letra y la de Mediterráneo fueron objeto inclusive de estudio. De Cantares, la mejor versión es la que tocó una orquesta sinfónica para un anuncio comercial de Pedro Domecq hace más de veinte años. Ana Belén se acopla mejor que nadie con Serrat, y la versión de Mediterráneo que interpretan juntos en un concierto es apoteósica, supera a las demás por su intensidad. En cuanto a disco en su conjunto, Mediterráneo había mejorado mi vida cuando descubrí Per al meu amic, experiencia que resultó apasionante.

Después de Serrat o al mismo tiempo, mis predilect@s son Joaquín Sabina, Silvio Rodríguez, Patxi Andión, Luis Eduardo Auté, Alfredo Zitarrosa, Jaime López, El Personal, Les Luthiers, Madredeus, Vaya con Dios, Tracy Chapman... ¡The Beatles, por supuesto! Como intérpretes, Elvis Presley, Joan Báez, Mercedes Sosa, Óscar Chávez, Inti Illimani, Soledad Bravo, Jaramar... El propio Serrat (ni modo, todos los caminos me llevan de regreso al Noi de Poble Sec) canta la mejor canción de Auté en su versión más íntima: De alguna manera. Un fragmento de esa canción estuvo grabado en mi contestadora telefónica ("Las horas de piedra parecen cansarse", cantaba Serrat, luego de unas notas de piano), antes o después de La historia de las sillas, de Silvio: "El que tenga una canción tendrá tormenta / el que tenga compañía, soledad".

De Pablo Milanés me quedo con los lugares comunes: Para vivir, El breve espacio, Yolanda... Desde luego, Yo pisaré las calles nuevamente, de preferencia en su versión serratiana (ni modo...).

Otras imprescindibles han sido: Como la cigarra, de María Elena Walsh, Nada saben de ti, de Horacio Guarany, Sapo cancionero y Nochera, de Los Chalchaleros... Digamos que si la zamba argentina es un género musical, en alguna época fue mi favorito.

También Andaluces de Jaén, poema de Miguel Hernández (Aceituneros, es el título original), y La poesía es un arma cargada de futuro, de Gabriel Celaya, ambas con música de Paco Ibáñez; Créeme, de Vicente Feliú, Sal a caminar, de Roy Brown, Cristo de Palacaguina, de Carlos Mejía Godoy, Chiquillada ("Pantalón cortito"), de José Carbajal...

El caracol, de Gustavo López, Xquenda y Ra Bacheeza, de Manuel Reyes, Petrona de Nezaguete, de Juan Jiménez, La Tortuga, son tradicional... El zapoteco del Istmo oaxaqueño -la lengua nube- es música de por sí.

Óscar Chávez y Mercedes Sosa cantan piezas muy representativas del folclor latinoamericano (Gracias a la vida, de Violeta Parra, es el punto de encuentro) que fueron y siguen siendo fundamentales para mí. Inti Illimani reúne muchas otras, aunque solo chilenas, creo (¿cómo olvidar a Víctor Jara?).

Hasta siempre, de Carlos Puebla, Macondo, de Daniel Camino Diez "Canseco", La niña de Guatemala, poema de José Martí con música de Óscar Chávez, Nunca jamás, de Óscar Chávez, Perdón, de Pedro Flores, y Cinco balas más, de Pablo Gallinazus, entre muchas otras, son piezas inolvidables gracias al canto de Óscar Chávez.

Mi favorita en la voz de Mercedes Sosa es Duerme negrito, canción popular según la versión de Atahualpa Yupanqui (otro autor fundamental). En segundo lugar, Todo cambia, de Julio Numhauser, Solo le pido a Dios, de León Gieco, y Como la cigarra, entre otras.

La llamada "canción de protesta" (generalmente por gente ignorante y reaccionaria) fue una compañera insustituible. Las casas de cartón, de Alí Primera, por ejemplo, recuperó su lugar en la memoria con la película de Mandoki (Voces inocentes, 2005), aunque bastaba con volver a ver Los olvidados, de Buñuel, o Feos, sucios y malos, de Scola, o Ciudad de Dios, de Meirelles, o cualquier ventana de ocasión a la villa miseria, el cantegril, la favela... Después hablamos de cine, que tiene relación con la música, tanto como la poesía. Por lo pronto, dos películas han sido importantes nada más por su música en una época de mi vida: Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, y La Misión, de Roland Joffe, con música de Ennio Morricone en ambos casos.

Ahora soy menos melómano, pero vuelvo a emocionarme casi hasta las lágrimas cuando escucho -y veo, además- a los «dos pájaros de un tiro», sobre todo porque la voz de Sabina está para llorar.

Por razones familiares, crecí escuchando a Los Hermanos Rincón, a Cri Cri, a María Elena Walsh en su faceta infantil... En la adolescencia idolatré a Pat Benatar, a Fleetwood Mac, especialmente a su vocalista Stevie Nicks.

Sin autores o intérpretes en particular (salvo quizás Majalia Jackson, Aretha Franklin, Koko Taylor, Ray Charles), me gusta casi todo lo que sea blues, gospel, soul y jazz.

Menciono las canciones y los autores que han pasado la prueba del añejo, pues hay cosas que me gustaron en su momento y después me disgustaron o las olvidé. Otras no las menciono por vergüenza. Si acaso, Alberto Cortez, Charles Aznavour (mientras no cante en inglés) y Nacha Guevara. La vergüenza después serán las omisiones de nombres imprescindibles y piezas raras o curiosas del rompecabezas que llamamos memoria.

En fin. Me gusta la música en general, en el entendido de que la música basura no es música, es basura. Juan Gabriel, por ejemplo, no es compositor, mucho menos cantante, ni siquiera persona (es una pesadilla). La llamada música industrial es tan embrutecedora como el ruido que hace una planta de luz eléctrica, con la diferencia de que esta última sirve para algo. El minimalismo y una gotera son lo mismo. En este sentido, me declaro la antítesis de Selma Jezkova, el personaje de Bailar en la oscuridad, de Lars von Trier.

Mejor hablemos de cine, ahora sí...

Películas favoritas

Julia, de Fred Zinnemann, El inquilino, de Roman Polanski, Nosferatu, de Werner Herzog, Satiricón, de Federico Fellini, Blade Runner, de Ridley Scott, La balada de Narayama, de Shohei Umamura, Adiós a mi concubina, de Chen Kaige, El tigre y el dragón, de Ang Lee, El Padrino y El Padrino II, de Francis Ford Coppola.

Este es mi decálogo personal, que no ha cambiado desde El tigre y el dragón (siete años), aunque podría cambiar las dos de Coppola por Apocalipsis ahora, con tal de que no se repita ningún director, y en tal caso habría espacio para otro título, que podría ser Mi vida como perro, de Lasse Hallström, o Las tortugas pueden volar, de Bahman Ghobadi. Entonces estaría más equilibrado, sobre todo con una película árabe junto a tres orientales de países distintos y distintas décadas.

La principal es Julia, sin lugar a dudas, pero el orden de las demás puede variar según los estados de ánimo. Julia es además una de las que más veces he visto (alrededor de treinta). Otras son El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner, y Operación Dragón.

El planeta de los simios era lo máximo en mi niñez, junto con Ben Hur, de William Wyler, también con Sharlton Heston. A reserva de volver a verlas, creo que agregaría estas dos películas a una lista de cien, junto con Bajo el planeta de los simios, de Ted Post, por ser complementaria.

En una lista de cien incluiría las tres de Coppola y They Shoot Horses, Don't They?, de Sydney Pollack, Mulholland Drive, de David Linch, Spider, de David Cronemberg, El maquinista, de Brad Anderson, y quizás Repulsión, de Polanski, para complementar con El inquilino y completar una antología personal de psicodrama o drama psicológico. La de Pollack haría conjunto a la de Zinnemann por tratarse de la mejor actuación de Jane Fonda, en un caso, y la mejor película de todas, en el otro.

Además: La vida de Bryan, de Monty Python, Brazil, de Terry Williams, El tambor de hojalata, de Volker Schlöndorff, La Naranja Mecánica, de Stanley Kubrick, Taxi Driver, de Martin Scorsese, The Silence of the Lambs, de Jonathan Demme, The Crow, de Alex Proyax, Amor eterno, de Jean-Pierre Jeunet, Los niños del fin del mundo, de Marziyeh Meshkini, El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, La vida en rosa, de Olivier Dahan...

Y algunos clásicos del cine mudo, como El acorazado Potemkin, de Eisenstein, La quimera del oro y Tiempos modernos, de Chaplin, Nosferatu, de Murnau... Vampiro, de Dreyer, está entre el cine mudo y el sonoro.

Del cine en blanco y negro, pero sonoro: El jorobado de Nuestra Señora de París, de William Dieterle (también fue una de mis favoritas en la juventud), Juegos prohibidos, de Rene Clement, Fenómenos, de Browning...

Muchas de Kurosawa y por lo menos diez de Bueñuel (a la isla desierta me llevaría también las que no he visto).

Musicales: Oliver Twis, de David Lean, All That Jazz, de Bob Fosse, y Chicago, de Rob Marshall...

Mexicanas: Mezcal, de Ignacio Ortiz... Todo el cine mexicano de la «época de oro» lo dejaría para el final, a ver si cabe, y empezaría con El rey del barrio (Tin Tan), de Gilberto Martínez Solares, y Una familia de tantas, de Alejandro Galindo.

En cuanto a actores y actrices, la mejor del siglo pasado es Jane Fonda. Actuales, Zhang Ziyi es la mejor del mundo, y Naomi Watts, la mejor de Hollywood. Hombres, quizás Viggo Mortensen.

Por último, no puedo dejar de deplorar que la Cineteca Nacional, en vez de ser el mejor lugar para ver cine en México, esté simplemente postrada por la imbecilidad inerte, al amparo de la infección parasitaria que usurpa el poder en este país.

Programas de TV favoritos

No veo televisión desde hace años ni tengo televisor.

Del tiempo que perdí viendo basura inmunda, estulticia de la peor especie y deshonestidad impune, que abunda en ese medio de incomunicación porque es su materia prima, recuerdo algunas cosas rescatables. Hubo una temporada, por ejemplo, en que me propuse ver la mayor cantidad posible de cine, sobre todo en canal once... En mis días de ocio mejor organizado, logré ver en promedio unas quince películas a la semana.

De las llamadas miniseries (grandes producciones cinematográficas para televisión), hay una que me ha dado por recordar obsesivamente, acaso por ser la última antes de mi ruptura o porque resultó memorable: Las mujeres de Búfalo. En segundo lugar, algunas de épocas anteriores, como Raíces, que me dejaban de tarea en la secundaria, pero yo veía por gusto.

Los Intocables es el clásico por excelencia de la televisión, y siempre acaricié la idea de tener completa la serie. Otras reliquias de colección son Los locos Adams y La familia Monster... ¡y vaya personajes!

En su momento, me entusiasmaba también El avispón verde, con tal de ver a Bruce Lee en acción (siempre que no se mezclara con Batman y Robin). Y aunque no eran la gran cosa, igual me divertía con El agente de CIPOL y El súper agente 86.

Después de "Los untóchables", las series policíacas de mi preferencia fueron El precio del deber y, años atrás, Columbo. Más recientemente, Los guardaespaldas, cuando me atraía también aquel programa infantil sobre una escuela de brujas... no recuerdo su nombre.

De niño, estimulaba el miedo morbosamente y con singular masoquismo viendo Galería nocturna, del que recuerdo un capítulo traumático acerca de una mujer que echaba raíces en un sillón. Fue horrible, horrible...

Pero si hay personajes que ahora echo de menos son el inspector Clouseau y el sargento Dodó, en ese otro gran clásico de la televisión, aunque su origen haya sido el cine: La panera rosa... mientras fue muda, como suelen ser las mejores panteras.

Por lo demás, salvo dos o tres documentales que me enriquecieron y dos o tres anuncios comerciales que me seducían, si algo ha sido la televisión para mí es una cantidad avasallante de miseria. Por más tiempo que ocupe uno en escribir sus nostalgias, la generalidad en este caso siempre será una pérdida.

Finalmente, hace más de cuatro años decidí que la caja idiota era prescindible y no me equivoqué.

Libros favoritos

Estoy leyendo por tercera vez Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, en la pomposa edición de la Real Academia Española, con 130 páginas de paja que hacen del libro un tabique, 130 páginas de pedantería soporífera, disertaciones inútiles, que los editores debieron publicar aparte, como un libro sobre la novela, en el que participaran los mismos intelectuales oportunistas y otros que se hayan quedado fuera. Después de leer esas 130 páginas innecesarias, lo necesario es un receso y leer otras cosas, muy otras, para desintoxicarse de tanta bazofia introductoria que si acaso logra algo es alejar al lector de la novela, esta gran obra que, sin temor a exagerar, ha sido la más importante en mi vida, la que mayor influencia ha ejercido. Estoy por terminarla, pero cuando resiento el cansancio de las manos y los antebrazos deseo arrancar las páginas sobrantes para aligerar físicamente la carga y liberar de ese fardo a la cumbre de la literatura latinoamericana, y aprender algo de ella, en vez de aborrecer a tanto fanfarrón que nunca deja pasar la oportunidad de exhibir su ignorancia, su estulticia y su falta de respeto a la cultura, el talento y la sensibilidad, en tribunas tan importantes como La Jornada, que tuvo un papel sorprendentemente lamentable en el triple aniversario del autor y su carrera y su obra maestra.

La primera vez leí el libro en una vieja edición sin ornamentos durante diez días que me alcanzaron incluso para escribir algunas notas y un vocabulario. La segunda vez lo hice en dos meses. Y esta vez he perdido la cuenta del tiempo que llevo en lectura, receso, relectura... ¿Estaré haciéndome viejo?

El primer libro completo que leí en mi vida también es de García Márquez: Relato de un náufrago, al que siguió Crónica de una muerte anunciada. Antes había leído pininos ilustrados como los de Ríus y cosas con títulos tan rimbombantes como pretendidamente científicos. Psicoanálisis transaccional para niños, por ejemplo.

Algunos que he leído más de una vez son: Pedro Páramo y El llano en llamas, de Rulfo, El Aleph, de Borges, Drácula, de Stoker, Los once de la tribu, de Juan Villoro, Mujeres de maíz, de Guiomar Rovira, así como las antologías de Federico García Lorca, Miguel Hernández, León Felipe y Edgar Allan Poe, entre otros. De Antonio Machado leí de ida y vuelta sus Obras Completas.

Los libros que más pasión despertaron en su momento son Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed, y Mi vida, de León Trotski. El que más tiempo he tardado en leer es El laberinto de la soledad, de Octavio Paz; en segundo lugar, Lestat, el vampiro, de Anne Rice. El más "sudado", es decir, el más llevado y traído, es El planeta de los simios, de Pierre Boulle, quizá el primero que tuve y nunca leí. Después, Rayuela, de Cortázar, que entraba y salía del supermercado sin que nadie me dijera nada, y se quedaba a veces en los restaurantes.

Muchos de mis libros están embodegados desde hace ocho años, y entre ellos hay uno al que materialmente considero el mayor tesoro. Verso a verso, de Serrat, es un cancionero hasta entonces completo que trajo mi madre de Cataluña cuando el autor de las piezas tenía la edad que yo tengo ahora. El valor de ese libro es múltiple, tanto por la calidad de la edición y el contenido (incluye textos de Manuel Vázquez Montalbán y otros) como por tratarse de un "incunable", que espero volver a tener en las manos un día de estos para verlo, tocarlo, olerlo y darle un beso... después de limpiarlo, por supuesto.

Cita favorita

Las mejores citas son las que ocurren sin pérdidas de tiempo, y para eso son las casas de citas, si no me equivoco... En realidad, mi cita favorita es la de hoy para organizar un acto vandálico en la Cineteca Nacional. ¡Y de ahí nos vamos a Palacio, camaradas!

[] Iván Rincón 3:56 AM